La mayor parte de la gente se define como neófita respecto al mundo del vino y al vino en sí mismo. Difícil por tanto que pueda imponer criterio alguno ante el sumiller.
Hace varios años me hallaba en un restaurante junto a otros catadores profesionales, solicitamos una botella de vino, la descorchamos y uno de los participantes en la cata, requirió al sumiller que aquella se cambiase. El sumiller tras tomar el vino inquirió que: “Este es el vino que naturalmente es así “.
El sumiller es rechazado groseramente y deja, avergonzado, la botella en su mano.
Fácil, cuando uno quiere imponerse a un sumiller no maduro. Si el vino tiene sabor a corcho no hay más que objetar y desechar el vino en el vertedero. Para el restaurante es una pérdida que debe asumir, si bien, en algunas ocasiones, la duda es legítima por parte del cliente, y sólo la profesionalidad salva la situación, la degustación del vino se hará tras haber dejado que se oxigene y reiterar su toma y, si a pesar de ello persistiera el defecto, se devolverá la botella.
En el restaurante, el sumiller es el profesional que mejor escucha los deseos del cliente
De acuerdo con el sondeo sowine 2016, el 55% de los franceses encuestados se declaran neófitos en cuanto al vino se refiere. La imagen altiva del sumiller en ocasiones hace retraer al cliente.
Hoy en día los sumilleres juegan un papel crucial en la gastronomía de alta gama, casi al mismo nivel que el del chef de cocina.
¿Qué hay de esos tintes sexistas?
Se trata de otro punto difícil: el sumiller en el comedor del restaurante tiene tendencia a ofrecer la carta de vinos al hombre antes que a la mujer, como si fuera un modo de predisponer al cliente hacia la propina.
También cuando llega el vino, es al hombre al que invitan a probarlo. Se trata de gestos que nacen de costumbres sumamente arraigadas, pero que forzosamente han de cambiar.