Estilo de Vida

SITOPIA, EL PLACER POR LA COMIDA PUEDE SALVAR EL MUNDO

La autora inglesa Carolyn Steel comenzó a investigar cómo se construyen las ciudades y se dió cuenta de que una necesidad biológica había pasado a ser una necesidad social. Comer, alimentarse, disfrutar con la gastronomía se ha convertido en mucho más que nutrirse. La capacidad de decisión de los consumidores moldea el mercado y los cultivos. La globalización y el capitalismo tiran de los alimentos para convertirlos en meras mercancías. La industrialización de la producción de comida ha generado una crisis medioambiental sin precedentes. Pero acaso ¿puede que volver a valorar los alimentos como algo esencial y placentero mejore esta situación? Steel considera que sí y así lo cuenta en su último libro, Distopía, traducido y editado en España por Capital Swing.

Hoy desde decataencata.com destacamos algunas de sus opiniones.

SITOPIA

Sitopia viene de los términos griegos de sitos, comida, y topos, lugar. Hemos olvidado el verdadero valor de la comida, además de una necesidad, la comida también es la mayor fuente de placer por lo que valorarla de nuevo es el camino del futuro.

La pandemia nos ha hecho volver a lo esencial, la comida es una de las cuestiones clave para lograr una buena vida, nos conecta estrechamente con la naturaleza, siendo una fuente de placer, tiene sentido reconstruir nuestras vidas en torno a ella.

Su valoración es algo complicada por su comercialización y conversión en meras mercancías. Se hace difícil comprender que haya hambrunas en el mundo en un momento en el que se produce mayor cantidad de alimentos que nunca. El problema radica del uso de los alimentos para la ganadería (soja) y para biocombustibles o de la especulación sobre ellos.

El documental español The Price of Progress, (El precio del progreso (2019) – FilmAffinity) trae a la palestra a los representantes de lobbies de la industria alimentaria que cuentan como manipulan las normas y leyes para que los beneficios estén por encima de la necesidad de alimentarse. Cuando se le pregunta a Carolyn sobre esta cuestión se muestra contundente: “Está claro que no podría haber comida barata, puesto que su abaratamiento supone abaratar la vida. Sin embargo, eso es lo que hemos estado haciendo durante el pasado siglo y lo que va de este, cultivando industrialmente y externalizando el coste real de comer, así: cambio climático, pérdida de biodiversidad, deforestación, contaminación, sequía, erosión del suelo y las enfermedades relacionadas con esta dieta”.

Si el mercado marca las tendencias y la política internacional está cada vez más condicionada por los intereses económicos, ¿se puede hacer algo al respecto? Cada uno de nosotros tiene que tomar decisiones cada vez que come, explica la autora y, matiza: “Por supuesto, algunos de nosotros podemos permitirnos pagar más que otros por los alimentos, pero si todos tomamos una decisión consciente de comprar los mejores alimentos que podamos, ya sea cultivándolos nosotros mismos o pagando a agricultores para producir alimentos que sean buenos, limpios y justos (Sandro Petrini, fundador de Slow Food) entonces todos podemos comenzar a construir una sitopia mejor.

Alimentación de proximidad y con productos de temporada es una tendencia que choca con lo que el capitalismo nos ha ofrecido hasta ahora: productos de todo el mundo, en cualquier momento y a un precio asequible. Cuando se le pregunta a la autora si todavía existe la comida auténtica, se va a su vertiente más antropológica y de análisis cultural, para contestar que los mayores consumidores fuera de  EE.UU de los Big Macs son los franceses y, si la comida es auténtica, dice que la mayor parte de las grandes cocinas del mundo se han construido gracias al comercio mundial. Sin él no existirían pizzas italianas ni tortilla española, ya que los tomates y las patatas son originarias de América del Sur y no llegaron a Europa hasta el siglo XVI.

Esta tradición cultural, construida poco a poco y gracias a los cambios, se halla en un punto determinante para avanzar con los valores que muchos les reclaman. “Los platos que tienen cientos de años de historia son importantes, no sólo en términos de identidad cultural, sino también de la capacidad de la población local para vivir de manera sostenible en su región particular y tener soberanía sobre lo que comen”. Así los derechos laborales o los derechos animales comulgan con la tradición gastronómica pese a los obstáculos existentes para que sea de este modo.

“Es muy impactante que en la era moderna, cuando entendemos mucho más sobre los sentimientos de los animales, los tratamos tan mal en especial los de granja industrial. La adicción a la carne barata demuestra nuestra disonancia cognitiva masiva cuando se trata de las condiciones en las que se mantienen estos animales. Cualquier sociedad auténticamente ética prohibiría por completo la producción ganadera industrial a gran escala, tanto por motivos compasivos como ecológicos”.

Respecto a los derechos de los trabajadores y los márgenes justos para los productores, Steel defiende a los que verdaderamente alimentan el mundo: “Simplemente no pagamos lo suficiente por nuestra comida y, como resultado, muchos trabajadores agrícolas, incluso en Europa, todavía trabajan en condiciones de semiesclavitud: hasta que no reconozcamos que debemos pagar más por nuestra comida y ajustar la fiscalidad consecuentemente para que todas las personas puedan permitirse comer bien, estas causas continuarán”. Por eso defiende el llamamiento cada vez mayor de volver a los métodos agrícolas tradicionales, granjas más pequeñas y de uso mixto. “Una mayor transparencia en el sistema alimentario es una buena noticia tanto para los agricultores como para los animales, pero requerirá un cambio cultural”, explica.

Volver a la agricultura tradicional no tiene que estar reñida con los avances. La tecnología también puede ser un aliado para la agricultura ecológica – para monitorizar humedad y temperatura, ayudar a controlar plagas sin tóxicos, planificar cultivos, etc. -, aunque de momento avances como la manipulación genética de las semillas se ha utilizado para beneficio privado de unas empresas. “Es una falsa dicotomía decir que o cultivamos de una manera industrial de alta tecnología o volvemos a ser campesinos medievales”, explica la autora, que pone de ejemplo la agricultura computacional. “Es un campo emergente que utiliza robots, no para reemplazar a los agricultores, sino para ayudarlos a cultivar de forma más natural. Los sensores computarizados pueden monitorizar la humedad y el contenido mineral del suelo, y les dicen a los agricultores exactamente qué campos y plantas necesitan su atención”.

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